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quinta-feira, junho 14, 2012

III Parte

Ellos ven sólo defectos y pecados en los sacerdotes. 

Preguntamos nosotros: ¿Puede tener entrada el mal en el corazón de un sacerdote? No hay que dudarlo, porque los sacerdotes también son hombres, puede haber en ellos defectos, debilidades hasta pecados. De todo árbol caen algunos frutos podridos, y todo ejército tiene desertores.

Pero no hemos de juzgar el árbol por los frutos caídos, ni el ejército porque haya habido algún desertor; precisamente porque los sacerdotes entregan sus vidas por los demás, saltan a la vista mucho más sus más leves defectos..., los que ni siquiera se advierten en los otros. En un mantel blanco se nota fácilmente la mancha más pequeña; entre los mismos Apóstoles ya hubo un Judas. Hay también hoy —por desgracia— sacerdotes en quienes se malogra la sal de la tierra, en quienes se oscurece la luz del mundo, que comprometen la doctrina de Cristo, que deshonran a la Iglesia.

Pero de esto, ¿qué se deduce? El católico consciente, por mucho que deplore estos tristes deslices, no por ellos perderá la fe.

No tiene dudas de fe, porque ve la distinción que hay entre el hombre y el poder conferido por Cristo; y del mismo modo que en el sacerdote ejemplar no honra al hombre, sino al ministro de Jesucristo, así tampoco despreciará la religión de Cristo por los pecados del ministro infiel; no dirá que el Cristianismo es una mentira ni que fracasó, porque sabe que el sacerdote es el conducto por el cual baja la gracia divina a las almas, el recipiente de cual podemos sacar el amor de Dios.... El recipiente, como el conducto, puede ser de oro, de plata, de bronce y hasta de arcilla, ¡no importa!; lo principal es lo que contiene, lo que da.

El católico consciente, a pesar de los posibles deslices, a pesar de las faltas en que pueda caer uno que otro sacerdote, honrará y respetará al sacerdote, porque fue elegido por el mismo Cristo para continuar su misión. Y si otros odian a todos los sacerdotes sin excepción, tan sólo porque son sacerdotes, el católico fiel honra al sacerdote precisamente porque es sacerdote, porque es ministro de Dios.

Y nadie llora con más dolor por el comportamiento de un mal sacerdote que los sacerdotes ejemplares, los que lo son según el Corazón de Cristo, porque ellos saben mejor que los demás que ni siquiera diez sacerdotes de vida santa pueden remediar el estrago espiritual que causa la vida de un solo mal sacerdote.

Lo
s enemigos de la Iglesia no atacan a los malos sacerdotes, al contrario, los ensalzan, los proclaman héroes, lumbreras de la teología... En cambio, a los sacerdotes más fervorosos, más parecidos a Cristo, más santos, los calumnian con sarcasmo y los persiguen.

Una de las armas más poderosas de la Iglesia católica es la oración. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que, cuando San Pedro sufría en la cárcel del rey Herodes Agripa, la Iglesia entera rezaba sin cesar por él.

Los sacerdotes nunca necesitaron tanto de la oración de los fieles como en los tiempos actuales. Quizá parezca algo extraña mi afirmación, pero responde a una realidad: no sólo son los sacerdotes los que han de rezar por los fieles, sino que también los fieles han de rezar por los sacerdotes. Es un mandato encarecido de Jesucristo. En una ocasión echó una mirada por el mundo de las almas: ¡cuántos hombres que buscan a Dios, cuántas almas inmortales, cuántas luchas, cuánto dolor, y cuán pocos son en la tierra los que se preocupen de estas almas! Entonces brotó de su corazón un suspiro: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies» (Mt 9, 17-38; Lc 10,2).

 
Los católicos también han de rezar por los seminaristas, para que éstos perseveren en la vocación con el amor ardoroso de un alma joven; a fin de que, cuando el bienestar, la comodidad y la felicidad de esta tierra quieran seducirlos, ellos perseveren impertérritos y se preparen para la alta misión de salvar las almas, aunque en este camino les cueste muchas renuncias, muchos sacrificios.

Claro que, aunque fuera cien veces más difícil su vida, aunque recrudecieran las persecuciones y se empinaran los caminos de calvario y se multiplicaran los sarcasmos y las calumnias, nunca serían exterminados los ungidos del Señor. Durante dos milenios han probado ya muchas cosas los enemigos de la Iglesia.

Apresaron al Papa, desterraron a los obispos, ejecutaron a muchos sacerdotes. ¿De qué les sirvió?

No es así como tendrían que acometer su empresa.

Habrían de aprisionar el alma de la Iglesia. Habrían de apoderarse de ella y ahogarla. Tendrían que detener el soplo del espíritu que pone en el alma de los jóvenes la vocación: Hijo mío, ¿podrías tú amarme más que a todos los demás hombres? ¿Podrías hacer más por Mí?... ¿Sufrir más? ¿Sabrías ser mi sacerdote? Tendrían que detener este espíritu, al cual contesta el joven conmovido:

Señor, soy tuyo, tuya es mi vida..., y aunque me esperen persecuciones, calvario, espinas y un mendrugo de pan..., tuyo soy.

¿Quién dirá que no es así?

En los días sangrientos del comunismo, cuando muerte y hambre amenazaban a todo sacerdote católico, me encontré con un muchacho de ojos ardientes, estudiante del cuarto curso de bachillerato. Trabamos conversación y me dijo que quería ser sacerdote. Quedé soprendido.

—¿Ahora, hijo mío, quieres ser sacerdote? ¿Precisamente ahora? Tienes muchas profesiones y oficios para escoger..., pero ¿sabes lo que significa ser sacerdote? ¿Sabes lo que te espera?

—Sí, me estoy preparando para ser sacerdote desde pequeño

—me contestó.

Le miré a los ojos fijamente:

—¿Sabes, hijo mío, que si eres sacerdote estás expuesto a morir de hambre?

El muchacho me miró también, y emocionado no me dijo más que esto: «No importa, Padre; Nuestro Señor Jesucristo estará junto a mí también entonces...»
¡Sí, estará contigo! Y estará con todos vosotros, seminaristas que os preparáis para servir al Señor; y estará con todos los fieles que de algún modo ayudan al sacerdote, sea quien fuere, en el servicio de Dios.

El trabajo sacerdotal nunca ha sido fácil y cómodo; pero algunos padres se deslumbran con el prestigio y el respeto exteriores que a veces lleva consigo. Entonces hemos de suplicarles: Si vuestro hijo no quiere ser sacerdote, no le forcéis, ¡por amor de Dios!

Mas, ahora, digo a todos los padres: Si vuestro hijo se presenta ante vosotros entusiasmado y os dice: «Padre, madre, Jesucristo me ha llamado y me ha escogido para que sea sacerdote. Y yo le he dicho que sí». Entonces, abrazad con mucho amor a vuestro hijo, y dadle vuestra bendición para siga la senda estrecha y espinosa de los ministros de Cristo.

Padres: ¡habéis de dar buenos sacerdotes a Nuestro Señor Jesucristo!

Sea el Señor servido de mandar sacerdotes fervorosos, sacerdotes santos a la Iglesia; vasallos fieles del Rey del sacerdocio, Cristo.

(Cristo Rey, por Monsenhor Tihamér Tóth)

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