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quinta-feira, junho 14, 2012

Así de sublime es la misión sacerdotal.  II Parte



«Como mi Padre me envió, así Yo os envío.» Os envío para curar las heridas del alma. Os envío para cicatrizar las llagas espirituales.

Os envío para consolar los corazones atribulados.

Os envío para confirmar en la fe a los que se debaten en la duda.

Os envío para salvar las almas.

Si os encontráis en el mundo hombres afligidos, miradlos con mi amor. Si veis hombres agobiados bajo el peso de las pruebas, derramad en su alma mi consuelo. Si veis hombres encorvados por el peso de sus pecados, ofrecedles mi perdón. Sed luz para los que viven en las tinieblas. Dad ánimo a las almas pusilánimes.

Traédmelos todos hacia Mí.

«Vosotros sois la sal de la tierra...» (Mt 5,13). Hay mucha maldad en el mundo, se cometen muchos pecados…. Advertid a las almas del peligro que están corriendo. Proclamad a todos los mandamientos de Dios. Recordad a las almas lo que Yo sufrí por ellas para salvarlas. No temáis; levantad la voz, aunque os cueste la propia vida, porque «vosotros sois la sal de la tierra», y tenéis el deber de preservar las almas de la podredumbre.

«Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14). Enseñad el camino que conduce a Dios. Enseñad mis leyes de tal suerte que los hombres, no sólo las conozcan, sino que también las cumplan y las vivan. Nada os debe atemorizar; difundid mi doctrina, aunque tengáis que pagarlo con vuestra vida. Sed pastores de mi grey, defended mis ovejas de los lobos los lobos astutos. En cambio, habéis de amar a vuestros enemigos, a aquellos que os insulten y os amenacen...

Tal es el ideal sublime del sacerdocio, según la Iglesia.

Comprendemos así porque los buenos fieles quieren y respetan tanto a los sacerdotes, y comprendemos también el odio profundo que les tienen los enemigos de la Iglesia y de la religión.

Los sacerdotes saben muy bien que el respeto y cariño que reciben, más que a sus personas, se debe la gracia de la misión, porque Jesucristo los eligió sin que lo hubieran merecido. Los buenos católicos aman a sus sacerdotes porque ellos continúan extendiendo el Reino de Dios, según el encargo que recibieron de Cristo; los respetan porque creen firmemente que las manos consagradas del sacerdote tienen el poder de traer cada día a este mundo el Cuerpo de Cristo.

Ellos son los instrumentos que Dios nos ha puesto para que alcancemos la vida eterna. Ellos no tienen otra misión que la de salvar las almas redimidas por la sangre del Jesucristo. Es a ellos sobre todo a quienes Cristo les dirige la pregunta: Diligis me plus his? (Juan 21,15): «Hijo, ¿me amas? ¿Me amas sobre todas las cosas? ¿Y sabes trabajar por Mí más que por todo lo demás?

Lo repito: el sacerdote no es un ángel, sino un hombre, como todos los demás. Pero es un hombre abrasado en el amor de Cristo. Nuestro Señor curó a un ciego con un poco de barro, y a una mujer enferma con sólo tocar el borde de su vestido. El sacerdote viene a ser también un poco de barro; pero barro que en manos de Cristo, abre los ojos a los ciegos y los capacita para ver a Dios. Es también el borde del vestido de Cristo, y así devuelve la salud a los enfermos del alma.

El sacerdote introduce a los fieles en la Iglesia mediante el bautismo; introduce a Dios en el alma mediante el Santísimo Sacramento; robustece las almas en la lucha, ora con ellas, les enseña el cielo, las consuela en la desgracia, en la agonía de la muerte; y reza por ellas ante el altar.

Perdonar los pecados no puede hacerlo sino Dios. El pecado no puede borrarse a no ser mediante el perdón de Dios. Puedo enmendarme, llorar, hacer penitencia..., pero esto no basta; la conciencia del pecado persiste en mi alma: la justicia de Dios no está reparada aún. Entonces me postro de rodillas en el confesonario, llevo allí mi alma atormentada y harapienta, caída y pecadora. No es un hombre el que está sentado en el santo Tribunal; veo al sacerdote, y en éste a Dios: «Confieso mis pecados al Dios omnipotente a través del sacerdote: le muestro mis llagas, mis caídas, mi dolor...»

Entonces, cuando he confesado humildemente mi pecado, con el corazón dolorido, Cristo misericordioso deja caer la sangre de sus llagas sobre mi alma, la lava y la conforta, le da valor y alegría..., y cuando me levanto del confesonario, siento que hay una nueva vida en mí, que tengo el alma limpia, que en mí está Cristo... Tal es la misión sublime del sacerdote.

Los católicos bien saben lo que es la confesión. Es devolver la paz al alma atormentada; es salvar a las almas descarriadas y caídas en el abismo del pecado y colocarlas de nuevo en el camino de la virtud... Es uno de los dones más excelsos que nos dejó el Redentor.

Y este poder de perdonar los pecados lo depositó Nuestro Señor Jesucristo en manos del sacerdocio. Es obvio, pues, que los fieles miren con respeto a los ministros del Señor.

Y quizá esto explique también el odio enconado que tienen los enemigos de la Iglesia hacia el sacerdocio.

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